6.10.07

Discusión sobre el problema de la legitimidad de las políticas públicas en espacios comunitarios, desde las teorías de Pierre Bourdieu y M. Foucault

Mariano Andrade Butzonitch


Sinopsis:

Las luchas por la legitimidad de los cargos y las lógicas imperantes en el campo de los profesionales de la cultura, no alcanzan para sustentar políticas públicas democráticas. Como se advierte en la crisis de participación comunitaria y legitimidad de la dirección del Faro de Oriente, centro cultural dependiente de la Secretaría de Cultura del DF, si se pretende que estas políticas incluyan un sentido proyectivo de reconocimiento y transformación social, deben involucrar necesariamente la participación comunitaria.

¿Hasta dónde debe el Estado intervenir en el campo de la cultura y el arte? ¿Qué papel tiene la participación comunitaria en la construcción de políticas públicas? ¿Cómo considerar a las minorías dentro del capital simbólico de nuestra cultura? ¿Cuáles son las atribuciones, los derechos y también los límites de los intelectuales, en la proposición de parámetros y líneas de acción en este campo? El presente trabajo constituye una reflexión en torno a estas preguntas, en el contexto de los aportes teóricos de autores que, como Pierre Bourdieu y Michel Foucault, han investigado a fondo el tema de los condicionamientos que ejerce el poder sobre las prácticas culturales.
Nuestro punto de partida, sin embargo, no es teórico sino práctico y concreto; se trata de la situación crítica, en materia de legitimación de la dirección y de participación democrática, que atraviesa hoy uno de los proyectos culturales más audaces de la administración del Distrito Federal, la Fábrica de Artes y Oficios, Faro de Oriente, propuesta como modelo en su género y punta de lanza de un amplio proyecto público que intenta la recuperación de espacios de recreación y actividad cultural, en comunidades periféricas del Distrito Federal, que, a la par de su marginación económica, sufren gran escasez de estímulos y oportunidades de desarrollo personal.
Según el democrático discurso del gobierno de la Ciudad de México, la misma comunidad, que, en el caso del Faro de Oriente ha realizado una efectiva apropiación del espacio, debiera ejercer el protagonismo en la orientación del proyecto. Lamentablemente, en política, los hechos no suelen seguir el curso de las palabras.
Así fue como, siguiendo sus propias perspectivas y aconsejada por un grupo de intelectuales cercanos, la Secretaría de Cultura, sin ninguna consulta previa a la comunidad, decidió remover su dirección, en el marco de una serie de medidas que afectaron no sólo al Faro de Oriente, sino también a otros espacios afines, en un intento de reactualizar el proyecto de acuerdo con sus esquemas de trabajo.
Inmediatamente comenzaron a circular los discursos de legitimación de esta situación de facto, que constituyen el objeto de estudio de este breve trabajo. Estos discursos, que contaron con el poder institucional para ganar difusión en los medios de comunicación, tuvieron como protagonistas a la misma secretaria de cultura, Elena Cepeda y también a ciertos intelectuales allegados a la misma.
De parte de la secretaria, la argumentación fue breve y de tono netamente político; descalificó al grupo de talleristas más combativo asociándolos arbitrariamente con “mezquinos intereses políticos”, apoyó con movilizaciones a la nueva dirección, hizo mención a la natural rotación de cargos que conlleva el poder -con lo cual justificó otros despidos asociados con esas medidas-, e invirtió recursos en desarrollar un gran festival para el séptimo aniversario del Faro, que contó con gran afluencia de público, y donde, a pesar de las manifestaciones en contra de algunos talleristas y usuarios, contó con el favor de los medios masivos de comunicación para difundir una imagen de normalidad y aceptación comunitaria.
Paralelamente, su círculo intelectual libró una batalla de contactos y apariciones mediáticas, que por su carácter conceptual, atraen en mayor medida nuestra atención.
La teoría de Pierre Bourdieu, que ha señalado el carácter interno, endógeno, de las luchas por la legitimación respecto de las instituciones y aún de las clases que detentan el poder, tanto en el campo político como en el académico o el artístico, nos permite enmarcar teóricamente los verdaderos fines y alcances de estas diatribas.
Así, no llama la atención que, a pesar de sus abundantes referencias a la comunidad, el diálogo y la participación(1), los intelectuales en el poder escriban desde la lejanía, confiando más en sus méritos pasados, en relación con un capital simbólico acumulado en el campo de la cultura y el arte, que en un conocimiento actual del terreno.
Sencillamente esto no les parece necesario, saben muy bien que, como indica Bourdieu, los destinatarios de sus polémicas son sus propios colegas: funcionarios, políticos, artistas, con los que tejen alianzas y, conforme a los hábitus(2) compartidos configuran escenarios que impondrán después en sus ámbitos de influencia.
Sin embargo, la cultura constituye un campo de prácticas y relaciones que excede en mucho el círculo de intelectuales cercanos al gobierno y, a través de siglos de experiencias capitalistas, coloniales y esclavistas con diversos tipos y grados de explotación, censura y exclusión social, ha desarrollado abundantes armas de resistencia, que se desenvuelven no en la confrontación y la lucha contra el poder central, sino en fintas, rodeos y fugas respecto del mismo.
Estas lógicas de no confrontación y bajo perfil, que parecerían plantear un problema epistémico a la teoría de Bourdieu, donde los campos se muestran como estructuras determinadas, constituidas a través del juego de poderes en disputa, aparecen en cambio más afines con la idea reticular de la resistencia que plantea Michel Foucault, como “puntos móviles y transitorios, que introducen en una sociedad líneas divisorias que se desplazan rompiendo unidades y suscitando reagrupamientos, abriendo surcos en el interior de los propios individuos, cortándolos en trozos y remodelándolos, trazando en ellos, en su cuerpo y en su alma, regiones irreductibles” (Foucault, 1985; 178). Elegimos pues la combinación, en algunos casos conflictiva, de estas teorías, para dar cuenta de la problemática planteada, que advertimos también en dos planos superpuestos pero, en cierto modo, irreconciliables: el del poder institucionalmente constituido y sus diversos campos de influencia y la actividad centrífuga, potencialmente transformadora, del campo comunitario. Desde estos puntos de partida, la reflexión sobre la experiencia concreta del Faro, también nos ofrece la oportunidad de revisar los alcances de las teorías y desde allí, realizar críticas acerca de las políticas públicas del gobierno.

Campos y resistencias

Es frecuente que los cambios de administración política traigan aparejados la renovación de los grupos de influencia, quienes, desde sus respectivos campos, el artístico, el científico, el docente, harán lo posible por reivindicar la pertinencia de esta alternancia, al mismo tiempo que extienden los alcances de su autoridad, si es necesario, desplazando a sus competidores en una lucha en que se ponen en juego diversos grados de violencia simbólica.
Como afirma Néstor García Canclini, analizando los textos de Bourdieu, la categoría de campo implica dos cosas: un capital simbólico y una lucha por su dominio. Éstas separan a pretendientes de distinguidos, en bandos que se diferencian en sus estrategias, pero no en sus aspiraciones ni en su compromiso esencial con el capital de referencia y sus hábitus.
Así, los campos se presentan en la obra de Bourdieu, como “espacios estructurados de posiciones (o de puestos), cuyas propiedades dependen de su posición en esos espacios y pueden ser analizadas independientemente de las características de sus ocupantes”
Por lo mismo, “el principio de la eficacia de los actos de consagración como científico, poeta, pintor o músico reside en el propio campo, y no en un carisma inefable fuera de este espacio de juego que se ha ido instituyendo progresivamente, es decir en el sistema de relaciones objetivas que lo constituyen, en las luchas que en él se producen, en la forma específica de creencia que en él se engendra” (Bourdieu, 2002; 252, 255).
Citando a Bourdieu (Bourdieu, 1984; 19), Canclini afirma que esta categoría de campo tiene la capacidad de mediar entre estructura y superestructura, así como entre lo social e individual. El aspecto oscuro del concepto es que, en su capacidad comprensiva, también encierra toda posibilidad en el marco de la reproducción de un sistema.
El siglo XX demostró a muchos marxistas, como el mismo Bourdieu, que el capital se extiende mucho más allá de los medios de producción y sus lazos económicos y materiales. Buscando también nuevas formas de concebir la dominación en función de sus síntomas subjetivos y corporales, Michel Foucault, definió el poder como “la multiplicidad de las relaciones de fuerzas inmanentes y propias del dominio en que se ejercen y que son constitutivas de su organización” (Foucault, 1985; 175).
Una de las consecuencias de esta concepción es la descartar la lógica dialéctica: “el poder viene de abajo, es decir, que no hay en el principio de las relaciones de poder, y como matriz general, una oposición binaria y global entre dominadores y dominados”.
Sin embargo, a falta de poderes revolucionarios, Foucault se dedicó a buscar cauces para la resistencia: “Respecto del poder no existe un lugar de gran rechazo... Pero hay varias resistencias que constituyen excepciones, casos especiales: posibles, necesarias, improbables, espontáneas, salvajes, solitarias, concertadas, rastreras, violentas, irreconciliables, rápidas para la transacción, interesadas o sacrificiales; por definición, no pueden existir sino en el campo estratégico de las relaciones de poder” (Foucault, 1985; 177).
Desde estas excepciones, minorías y diferencias, podemos pues explicarnos qué sucede cuando la dimensión estética surge no del campo oficialmente reconocido, sino de territorios inesperados, heterogéneos respecto del quehacer profesionalizado de los expertos y, por lo tanto, en alguna medida, ajena a sus parámetros, a sus códigos, a sus cánones.
En los arrabales del quehacer estético, demasiado lejos o demasiado cerca de los medios de difusión, promoción y distribución, más allá o más acá de las agendas culturales de los medios masivos y las disqueras de lounge (que reciclan aspectos de las culturas tradicionales y los ofrecen compilados, de acuerdo con criterios del mercado) y de la misma beneficencia política, tiene lugar la resistencia, gracias y/o a pesar de su carácter “salvaje, solitario y en algún, sentido espontáneo”.
De más está decir que, desde el son jarocho hasta las bandas norteñas ocuparon en algún momento ese ítem promotorialmente indiscernible, que hoy siguen detentando algunas fiestas turísticamente inclasificables, muchos pertinaces cantautores, ciertas bandas de pueblo maravillosamente desafinadas y en fin, toda práctica estética cotidiana -dirigida, como presumiblemente ocurrió en su origen con toda actividad estética-, a hacer más llevadera la vida propia de los semejantes, sin más pretensión retributiva que la del aprecio del prójimo (3).
Nuestra hipótesis, es que ese cultivo del arrabal, esa dimensión estética de la vida cotidiana, por esencia efímera, nómada y colectiva, comunitaria, mientras no resulta objeto de disputa por las autoridades de los campos simbólicos ni se concibe como capital, mantiene cierto grado de exterioridad respecto de la arena política, lo que, desde la óptica de Foucault, puede ser vista como una efectiva resistencia.
Por ejemplo, podemos mencionar cómo este lugar excéntrico del Faro le ha otorgado ciertas licencias respecto de las exigencias formales de las escuelas artísticas y de las pretensiones de productividad y eficacia de las lógicas capitalistas. Esta perspectiva libre de parámetros y regulaciones, mediada por la lógica de la relación humana, en algunos casos, ingenuamente constructivista (4), de los talleres, ha desencadenado una consistente pedagogía que privilegia procesos humanos complejos sobre la lógica del objeto, subraya quehaceres colectivos, enfatiza la valoración del otro y la misma diferencia, destaca la dignidad del sujeto íntegro a través del reconocimiento de su expresión, vincula el saber con el sabor, el juego, la convivencia, relativiza la lógica de la mercancía y restablece el flujo social del hacer, reconociendo la complejidad intersubjetiva del trabajo humano. Ya quisieran muchas vanguardias artísticas haber alcanzado un grado tan excelso de diferenciación, apertura y alternativa vital, experiencial, estética y comunicativa.
Claro que todo esto constituye una obra difícilmente traducible en capital. La acumulación no es el fuerte de esta comunidad de tránsitos, prácticas, afectos, vivencias y relaciones. Quizás sí pueda hablarse de un hábitus, en el sentido de Bourdieu, como esquemas prácticos que tienen un efecto formador. Pero este capital simbólico reside enteramente en su valor de uso y de un uso objetivamente cuestionable para la competencia institucional, como lo es el de abrir horizontes vitales, generar un consistente sentido de comunidad y pertenencia y una resignificación acaso efímera y vulnerable, pero indudablemente positiva, acerca de la propia existencia y la de los semejantes.
Desconocen la realidad los que atribuyen estos logros a una mera improvisación (5). Esta pedagogía es el resultado de un cuidadoso proceso que surgió, del afianzamiento de la lógica personalizada y colectiva de los talleres, de la relación estética y lúdica en el quehacer cotidiano, en la apertura de cuerpos y mentes hacia horizontes potenciales, auto-poéticos. Constituye en consecuencia el resultado de la práxis de una comunidad que ya lleva siete años construyendo un espacio cultural alternativo, que a pesar de su dependencia presupuestal de la Secretaría de Cultura, ha mantenido una sana distancia con la institución.
La dificultad no es pues –como señalan los críticos- la de fundamentar una pedagogía, un saber, un hacer, un habitus de relaciones y prácticas, sino la de competir por la legitimidad en un campo como aquel, tan maleado por el poder y el dinero.
Reconociendo o intuyendo de algún modo esta dificultad, el Faro se dió, hace un año, a la tarea, también colectiva, abierta, participativa y plenaria, de traducir este saber en un compendio de normas democráticas, tendientes a alcanzar cierta autonomía. En ese documento, que hoy corre el riesgo de ser definitivamente archivado y olvidado, constan frases explícitas, como la siguiente:
“Dado que los gobiernos de la Ciudad de México no se han caracterizado por dar continuidad a los proyectos culturales, es indispensable desarrollar mecanismos democráticos y comunitarios para defender la existencia de éstos y contar con instrumentos para transformarlos”.
En ese documento consta también de forma evidente la voluntad de conformar un cuerpo colectivo de toma de decisiones, el Consejo de Buen Gobierno, incluyente y plural, constituido por representantes, elegidos por voto secreto y directo, de todas las áreas del centro cultural: autoridades, talleristas y alumnos.
A pesar de todos estos logros en su resistencia, desde la óptica institucional del poder, y desde los campos de la política y la economía, sujetos a lógicas de competencia mucho más duras que el de la cultura, el Faro de Oriente representa -como símbolo de la preocupación social y cultural de un partido de izquierda hacia las zonas marginadas de la principal ciudad que administra– un valor centrado en el campo político, mucho más que en el cultural. En este sentido se ha constituido como capital electoral insustituible. Tanto es así, que el magro proyecto cultural de la reciente campaña del actual jefe de gobierno capitalino, Marcelo Ebrard, consistió poco más y menos que “en fundar otros seis Faros” (sic).
Así, este espacio de ocio creativo y re-creación, este pulmón estético del oriente de la ciudad, este oasis de quehaceres colectivos, encuentros y devenires vitales, es también un objeto codiciado como moneda constante del capital simbólico, pero ya no el campo estético o el cultural, sino en el político... y es allí donde podemos explicar sus dificultades.

Tiempo de redefinir

“ ... lo que parece obvio es que en la materia constitutiva del Faro, en lo que se refiere a su vocación fundamental (que es la de dotar a sus talleristas de los elementos fundamentales y suficientes –sic- para participar con fuerza e independencia del complejo diálogo y debate de la cultura), esta institución se encuentra bastante perpleja, inmersa en un páramo conceptual y operativo”, señala en un artículo reciente el poeta, periodista y editor Eduardo Vázquez Matín -intelectual que participa del círculo de consejeros de la actual Secretaria de Cultura, Elena Cepeda-. Para más datos, Eduardo Vázquez fue fundador del Faro de Oriente hace siete años y permaneció alejado del mismo durante los últimos dos, por disidencias con la anterior dirección del Faro, que como se ha dicho, ha sido removida a principios de este año.
Nada nuevo bajo la luz teórica de Bourdieu. La violencia simbólica se ejerce a fin de erigir una nueva legitimidad, ordenar las expectativas de la sociedad y revestir de racionalidad un factor de poder que, en su desnudez, podría causar desarmonía y desasosiego. Desde este punto de vista, el capital simbólico de Eduardo Vázquez y su discurso cultural, social y pedagógico, se ponen al servicio de una función política.
Sin embargo, a la luz de las resistencias foucaultianas, cabe preguntarse por qué la voz de la comunidad permanece inaudible en este campo. En la lógica de Bourdieu, esto es lógico: los talleristas y alumnos del Faro distan de ser pares en oposición dentro del campo simbólico en cuestión, son, más bien, un conjunto de agentes ignotos, en flagrante condición minoritaria. Desde la resistencia, esta vulnerabilidad respecto de las luchas por su legitimación, constituye un potencial activo, en función directa de sus diferencias específicas y del lugar excéntrico que ocupan en el mapa del poder.
Invisibles en el campo de la política cultural –que en ocasiones tiene mucho más de político que de cultural, aunque se dirima con argumentos artísticos, estéticos y pedagógicos- estos agentes son, sin embargo, quienes hacen la cultura, es decir, aquellos que cotidianamente alimentan la fábrica estética del Faro.
En función de esta patente exclusión, nuestra última pregunta, a la que dedicamos el postrer capítulo, es pues, sobre la posibilidad de que alguna vez, las instituciones dominantes cobren conciencia de la necesidad de establecer límites en la acción interventora del poder político, en cuanto campo simbólico endógenamente pautado, -es decir, en cuanto contradicción con los principios republicanos y los discursos democráticos-para desarrollar una política realmente pública, capaz de sostener la apuesta –y el riesgo- que implica la cultura como agente de transformación social.

La cultura ¿es de quien la trabaja?

Tomando una definición de política cultural de Néstor García Canclini, donde se refiere “al conjunto de actividades desarrolladas por el Estado, las instituciones civiles y los grupos comunitarios organizados a fin de orientar el desarrollo simbólico, satisfacer las necesidades culturales y obtener consenso para un tipo de orden o transformación social”, Eduardo Nivón Bolán señala dos factores relevantes:

• La política cultural es algo más que una responsabilidad de gobierno, pues implica a todos los agentes de la sociedad.
• Su sentido proyectivo, de futuro, que implica tanto conflicto como adhesión a un proyecto de transformación social. (Bolán, 2006, 58)

En esta arriesgada apuesta, el autor reconoce por supuesto, la responsabilidad del Estado de coordinar las políticas culturales con el resto de las políticas públicas, dirigidas desde el gobierno con el fin de satisfacer necesidades sociales, pero a la vez advierte que la políticas culturales deben ser “resultado de las expectativas de los diferentes agentes y grupos sociales que intervienen en cada campo cultural y que son en sí mismos espacios de conflicto y negociación (Nivón Bolán, 2006, 63)”.
Para esto, uno de los objetivos centrales es promover condiciones de participación de las minorías –aún de las minorías excluidas de los campos de negociación política-, como condición sine qua non de una política cultural que pueda denominarse democrática. Esto implica, según Nivón Bolán que “la sociedad desarrolle instrumentos para su propio reconocimiento…”, lo que nos lleva a concluir que “la intervención de la esfera pública en el campo cultural sólo será aceptada socialmente si responde a problemas concretos para fortalecer la democracia amplia y participativa”.
Desde el punto de vista del discurso, nadie se atreve a negar ya estos postulados que, leídos de forma íntegra y honesta, llevan a reconocer el derecho de la sociedad a auto organizarse en materia de promoción, acción y disfrute, cultural y artístico –aún dentro de espacios relacionados con instituciones públicas- y también que las autoridades deben asumir los riesgos que implican los inciertos derroteros del poder popular, incluyendo los conflictos y fintas de una resistencia activa, como condición sine qua non de un auténtico desarrollo cultural asumido por y para las comunidades.
En este sentido, el campo simbólico construido desde las instituciones, con sus actores, sus luchas internas y sus legitimidades arduamente disputadas, deberán abrirse para considerar e incorporar como capital simbólico también a estos espacios minoritarios, sin los cuales, cualquier declaración de principios, por más democrática o innovadora que pueda parecer en los discursos, corre el riesgo de ahogarse en su propio circuito cerrado.

Notas:
1 “Quienes fundamos y concebimos el Faro lo pensamos como una institución donde la máxima prioridad es la expresión y formación artísticas de quienes hacen uso de él y lo necesitan, así como la creación de un espacio cultural que fomentara el encuentro entre vecinos, el diálogo y la convivencia. Estas tareas no se deben perder de vista: el Faro tiene que ser un espacio plural y tolerante donde reine la reflexión y la crítica y no el trampolín de quien desea una carrera en el partido y menos el rehén o la moneda de cambio de quien negocia intereses particulares”, señala Eduardo Vázquez Martín, poeta y editor, quien actualmente es también funcionario del Gobierno del Distrito Federal.
2 Hábitus, como conjunto de esquemas de percepción, apreciación y acción, «sistema socialmente constituido de disposiciones estructuradas y estructurantes que es adquirido en la práctica y constantemente orientado hacia las funciones prácticas»
3 “No sólo desde que nacemos, sino desde que despertamos cada mañana buscamos oportunidades de prendamiento: escuchar el canto de los pájaros al amanecer, sentir la frescura de una ducha, oler el perfume del jabón, palpar la ropa limpia, saborear un café... así vamos prendándonos a pequeños placeres cotidianos para ir tejiendo nuestra existencia como la abeja se prenda de flor en flor. Si nuestra apetencia estética dependiera de las obras maestras del arte, difícilmente sobreviviríamos al elemental y a veces tan difícil acto de ponernos de pie cada mañana (Mandoki, 2006; 90).
4 En alusión al constructivismo de cuño freireano, que postula a la Inter-subjetividad mutuamente transformadora de educador-educando, como punto de partida de cualquier relación de aprendizaje.
5 En materia de formación artística el Faro requiere de una revisión profunda de la calidad de su oferta, de los planes y programas que cumple y de los resultados a que se compromete: en esta área hay que consolidar lo mejor de sus experiencias y superar la improvisación, con vistas a articular el proceso interno con otras alternativas...” señala el artículo de Eduardo Vázquez aparecido en la edición especial de Bitácora, con motivo del séptimo aniversario del Faro de Oriente.

Referencias Bibliográficas
Bourdieu, Pierre: 2002; Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, 3ª edición, Anagrama, Barcelona.
Bourdieu, Pierre: 1984, Sociología y cultura, Editorial Grijalbo S.A. México D.F.
Foucault, Michel: 1985, El discurso del poder; Gandhi S.A. Buenos Aires, Argentina.
Mandoki, Katia: 2006, Estética cotidiana y juegos de la cultura; prosaica uno; Siglo XXI, México.
Nivón Bolán, Eduardo: 2006, Conaculta; Ciudad de México.
Comunidad del Faro de Oriente: 2006, Normas Democráticas para la Organización del Centro Cultural Fábrica de Artes y Oficios Faro de Oriente.
Eduardo Vázquez Martín: 2007, artículo publicado en Bitácora, publicación de la Secretaría de Cultura del Distrito Federal para el Faro de Oriente.

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