9.11.07

La mansión de los perros *

Por Raúl Hernández Pedraza

Hay quién le tiene miedo a la noche, a los fantasmas, pero nosotros los de Cartolandia nos tenemos miedo a nosotros mismos. En esta tierra sin vida, aislada y olvidada, nada parece posible. Nunca nadie contará las historias de los que aquí vivieron y le arrancaron esperanza al lodo. Personajes como el Calambres o el Cavernas quedarán en el olvido, lo mismo que Pablo, alguien a quien el odio y el salitre un mal día terminaron carcomiéndole la mente.

La historia de mi barrio comenzó exactamente el 22 de junio de 1993, cuando el municipio de Neza amaneció con una nueva calle en la colonia Esperanza. El terreno, que desde hacía 20 años era un corralón que ocupaba una manzana entera a un costado de la calle Dieciocho, a partir de esa mañana se convirtió en hogar de sesenta familias que se brincaron las bardas, atrincherándose entre la chatarra al grito de: “ ¡A mí nadie me saca vivo de aquí!”. El valor se los daba el recuerdo de las veces que la renta les había arrebatado la cena.

Estos hombres y mujeres llevaban casi cinco años planeando la toma del predio pero no acabaron de animarse hasta que no hubo más remedio. La mayoría era gente que había iniciado su vida en provincia y a la que alguien le había jugado la mala broma de decirle que en la ciudad le iría mejor.

Llegaron a Neza sin saber que aquí la tierra misma se resistía a ser conquistada. Que el lago de Texcoco se vengaba de los que querían poblarlo pudriéndoles las bardas y los cimientos de las casas con su salitre. Aunado a las fuerzas de la naturaleza, a los vecinos de la nueva calle también se les llenó el alma de envidia y una tarde, una mano anónima inició la quemazón. Toda la manzana con sesenta casas de cartón ardió sin que nadie hiciera siquiera una llamada a los bomberos.

__¡Eso les pasa por venirse a meter aquí perros!, gritaba una señora desde su hogar, riéndose de nuestra situación.

Al terminar el día el fuego se había tragado todo. Aunque ese todo fueran sólo una mesa, una cama y un ropero viejo. Hasta los triciclos de los niños terminaron fundidos unos con otros. Una imagen de la virgen de Guadalupe se salvó al caer en un charco de lodo y algunos pensaron que aquello era una señal, pero nadie le hizo caso. Nos hincamos ante lo único que nos había quedado: cenizas, puras cenizas.

Dicen las abuelas que el lugar donde se entierra el ombligo de alguien marca su destino. Yo creo que nuestros ombligos terminaron consumidos entre los carros viejos que después se llevaron, por eso nunca hemos logrado sentirnos parte de este barrio. Somos como judíos errantes, negando nuestra identidad y sintiendo que estamos de pasada.

Las mujeres mayores dicen que Pablo, mi vecino, nació con el ombligo enredado al cuello, lo que significa que su vida siempre estará marcada por la tragedia. Desde niño se enfermaba mucho. Unas veces era por el sol, otras por el agua, total que se hizo hombre a pura penicilina.

Cuando tenía como siete años, Verónica, su mamá, comenzó a trabajar fuera de casa, por lo que lo dejaba encerrado en el cuarto de la vecindad donde vivían. Un día el niño se escapó del cuarto y rompió la pista de carreras de un amiguito con el que jugaba. La mamá de éste, enfurecida, fue cobrarle el juguete a Verónica, quien se negó a pagarlo. El pleito se hizo grande. En medio de los golpes Pablo fue a dar contra un montón de vidrios que le cortaron la pierna a la altura de la rodilla, lo que motivó que a partir de entonces arrastrara el pie al caminar.

La trifulca terminó cuando Verónica apuñalo a la vecina, por lo estuvo encarcelada en el reclusorio de Santa Martha durante cinco años. Todo ese tiempo Pablo quedó a cargo de su abuela, una anciana sorda, que no le tenía mucha consideración.

__¡Ve con el señor José por jabón!, le ordenaba al nieto.
__Ahí siempre me echan pleito y me gritan de cosas, que si tengo la pata no sé qué, le respondía el niño.
__¡Que vayas, cabrón, saliste igual que tu puto padre!, gritaba la mujer poniendo fin a la discusión.

Con el tiempo el muchacho aprendió a defenderse, a pelear con la vida por un juguete. Cuando Verónica salió de la cárcel buscó un lugar donde vivir, pues no se llevaba bien con su madre. Para evitar que su hijo volviera a escapar, aparte de encerrarlo en el cuarto, lo amarraba a la pata de un sillón o de la cama con un pedazo de piola. Pablo se quedaba sentado observando el haz de luz recorrer todo el cuarto hasta que caía la noche. En ocasiones la madre olvidaba dejar prendida la luz por lo que el niño se quedaba a oscuras hasta su llegada.

Así vivieron hasta que Verónica encontró la calle Diecinueve, mejor conocida como Cartolandia. Cuna de ratas, arañas y moscas, sitio donde los perros hicieron su mundo, ya que jaurías enteras viven entre la chatarra y lugar donde las tolvaneras se llevan las esperanzas, junto con las láminas del techo.

Entrar a mi calle era como retroceder en el tiempo. Yo creo que por eso nadie de la colonia nos quería. Una noche la gente de la Dieciocho se organizó para desalojarnos. Un grupo de unas cincuenta personas se juntaron en una esquina para atacarnos. Estaban enfurecidos de no habernos ahuyentado cuando quemaron nuestras casas. Advertían que esta vez venían a sacarnos uno por uno.

Recuerdo que estaba dormido en el pedazo de cama que me tocaba cuando me despertó el grito de doña Mari:

__“¡Los niños, metan a los niños a mí casa!”, urgía a los mayores.
Nuestras madres nos metieron a todos a esa casa porque era la única de tabique.
Frente a la casa, los hombres, armados con polines, se dispusieron a defender a sus hijos.

Esa ocasión Pablo andaba perdido entre los jacales, que se habían convertido en una auténtica trampa. Todos nos dimos cuenta de que él no estaba pero nadie fue a buscarlo.

__Falta Pablo, ¿y ahora qué hacemos?, preguntábamos los niños a los adultos.
__Para saber donde anda el chamaco, ni su madre sabe. A esa mujer no le importa nada. Déjenlo, ¡que se pierda!, respondió una vecina.

Dicen que su mamá andaba trabajando, quién sabe. Lo cierto es que después del primer balazo se soltaron otros como aguacero. La trifulca se volvió enorme. Se escuchaban corretizas, rompedero de láminas, balazos y gritos por todos lados.
Al final del día una fila de granaderos entraron para dar fe de lo ocurrido.

__“¡Saquen a esos pinches perros!”, gritaban los agresores.
__¡Cállense o también nos los llevamos a ustedes!, les contestaban los policías.
__¿Y a nosotros por qué? Haz tu trabajo, son una bola de rateros y drogadictos, nomás míralos, respondían los otros envalentonados.

Perros, así llamaban nuestros vecinos al grupo de hombres y mujeres que luchaban por un lugar donde vivir.

Quién sabe cómo pero Pablo sobrevivió en medio de aquella batalla campal. Creció con nosotros y se convirtió en nuestro amigo. Era, como se dice, un güero de rancho, con el pelo color ceniza y flaco como palo. Los labios siempre los traía resecos, yo creo que de tanto mordérselos de la impotencia. Sus ojos reflejaban pura desesperanza, eran como los de un enfermo al salir a dar su última caminata.

Poco después de llegar a vivir a Cartolandia su mamá se juntó con el Casco, un hombre más joven que ella, que no tardó en agarrar al Pablo de bajada pegándole por cualquier cosa. Si se tardaba haciendo un mandado le gritaba desde la puerta:

__¡Apúrate idiota!
__Ya voy, es que había mucha gente, trataba de explicar el niño.
__Te estoy viendo desde hace rato y estabas platicando güey, gritaba enfurecido el Casco, mientras soltaba la primera patada.

Pablo no hacía más que arrinconarse, tratando de protegerse de los golpes.
Sus amigos nos íbamos para no seguir viendo como lo humillaban. Y para acabarla, encima de los trancazos, su mamá lo castigaba encerrándolo toda la semana.

Verónica tenía una extraña fijación por la pulcritud, así que Pablo tenía que trapear tres veces al día el piso que habían armado con lozas rotas, y después limpiar las decenas de monitos de caricaturas que había sobre la mesa, encima de la tele y de las alacenas. Luego debía pulir los muebles, decorados con carpetas tejidas y remendadas. Para limpiar las comisuras de los muebles y de los aparatos eléctricos usaban alfileres. Cada uno de los trastes que lavaba era revisado, y cuando encontraban algo mal se los azotaban por la cabeza. Total que el chavo siempre traía un trapo en la mano, por lo que se ofreciera.

_¿Qué onda Pablo, vamos a chutar?, le invitaba yo, tratando de sonsacarlo.
__Al rato, nomás acabo mi quehacer, respondía.
__¡Pablo, apúrate. Deja de estar chismeando como vieja, cabrón!, gritaba desde la casa su mamá, cuanto lo veía platicando.

Cuando escuchaba que le echaban bronca le sacaba plática a través de mi baño, que daba a su lavadero.

En aquella época Pablo ya tenía 17 años y estaba enamorado de Marta, una vecina.

__¿Ton´s qué con la Marta, Pablo?, le preguntaba yo.
__Me late canijo, pero ya ves que es bien apretada, me respondía.
__Invítala al cine y si te pones buzo a lo mejor le sacas un besote, ¿no?, le sugería yo.
__Simón, ¿verdad?. Deja veo, es que ando juntando lana, contestaba sonriendo.

La familia de Marta vivía en la Dieciocho y le habían enseñado a odiarnos.

__Yo no me junto con los jodidos, nos decía cuando intentábamos hacerle plática.
__¿A poco mucha lana?, la cabuléabamos.
__No, pero por lo menos sí tengo casa, nos recordaba sentada en las escaleras de su casa, enseñando sus piernas gordas que traían loco al Pablo.

El no perdía las esperanzas y cada vez que podía le daba poemas o le quemaba discos. Hacía su lucha dándole lo mejor de él. En aquellos tiempos hasta quería ir a la escuela pero El Casco no lo dejó.

__¡Eres un idiota! La escuela es para la gente, se burlaba.
__Además tienes que ayudarnos en la casa, ¿o qué, te van a pagar?, agregaba Verónica.

Y ahí seguía el Pablo, tras la maldita cerca que rodeaba su casa y que él mismo había construido. Cuando lo dejaban salir nos la pasábamos jugando futbol hasta la madrugada en una canchita. Esa era nuestra vida hasta que al Ayuntamiento se le ocurrió clausurarla.

A veces Pablo y yo dejábamos de jugar para observar como el Casco correteaba a Verónica con una manguera en la mano. Ella se hincaba, agarrándolo de los pies, rogándole que no la golpeara, pero eso parecía enfurecerlo más. No paraba de golpearla hasta que algún vecino intervenía.

Las golpizas se repetían seguido porque el Caso era bien celoso y siempre le andaba inventando amoríos a Verónica. Cuando veíamos las peleas ni Pablo ni yo decíamos nada. De alguna forma uno se acostumbra al maltrato. La sensación de vacío siempre aparecía, pero cada vez se quitaba más rápido.

Por ahí del 2000 comenzó a salir en los periódicos la noticia de las muertas de Neza. Mujeres violadas y mutiladas que aparecían en la periferia del municipio. Una vez más veíamos que en la tele nos colgaban la etiqueta de delincuentes. Por otra parte, también sentíamos miedo cuando nuestras hermanas salían a la escuela o al trabajo, no fuera que ellas terminaran convirtiéndose en víctimas. Sin embargo, con el tiempo dejamos de hablar del asunto, aunque siguieron apareciendo asesinadas. Cuando escuchábamos gritos lo único que hacíamos era cerrar bien la puerta de cartón de nuestra casa.

Por entonces a nadie le gustaba andar de madrugada en la calle, pero Pablo salía a las 6 de la mañana a vender hot dogs al paradero de microbuses que está en el Metro Santa Marta. Seguido llegaba con historias de gente que había sido asaltada, pero como el trabajo es el trabajo no regresaba a su casa hasta que salía el último microbús a las 11 de la noche.

Gracias a ese trabajo Pablo pudo acercarse a Martha, con la que ahora podía platicar sobre lo que tenían en común: el cansancio y la esperanza. Con el tiempo Marta se hizo su novia. Un día, en unos quince años, debajo de las bocinas de los sonideros que amenizaban la fiesta, se hicieron amantes. Decidieron hacer un cuarto junto a la casa de Verónica, pero al poco tiempo empezaron los problemas. Unas veces porque Marta se acababa el jabón de los trastes y otras porque a Verónica no le parecía como barría.

Un día el Casco, entrado en tragos, golpeó a Marta. La bronca se hizo grande porque la familia de la muchacha se enteró y se le dejó ir al agresor. Esa noche Verónica corrió a Pablo. Me lo encontré en la calle totalmente mojado y temblando de frío.

__¿Qué onda canijo, en qué acabó el pleitote por lo de tu chava?, le pregunté.
__Ese cabrón del Casco me las va a pagar. Me sacó mis cosas…
__¿Y ahora, qué vas hacer cabrón, dónde está Marta?, continúe.
__Me voy a ir vivir a la Catorce. Un velador me ofreció chamba. Yo creo que sí la armo con lo que me dé. Marta está ahorita con su mamá, pero no puedo ir a verla porque su familia no me quiere.

Nos fuimos a la tienda a comer unos panes fríos, mientras él me seguía contando sus planes.

Después de que Pablo dejó su casa llegó a vivir con doña Verónica Andrea, una chavita que no tenia dónde vivir. Aunque la mamá de Pablo decía que trataba de ayudarla, la verdad que tenia un pequeño bar y necesitaba una mujer joven que atendiera el negocio.

Andrea era una muchachita de 15 años, morena, chaparrita, con el pelo negro lacio hasta los hombros y ojos enormes, como su soledad. Le gustaba vestir faldas cortas. Después supimos que se salió de su casa por su carácter rebelde y vino a caer a Cartolandia porque a ella le encantaba bailar y aquí se hacían muchas fiestas. Su mamá fue varias veces a la casa de doña Verónica a pedirle que regresara, pero Andrea ni la escuchaba, feliz de ir y venir a sus anchas.

A Verónica le gustaba tomar con los chavos del barrio. Invitaba a los que tenían entre quince y veinte años a las fiestas que terminaban en la madrugada. Andrea también terminó aficionándose a la bebida, como su protectora.

Con el tiempo Verónica perdonó a Pablo y este empezó a ir a visitarla, y al poco tiempo también se unió a las fiestas. Por entonces los festejos se organizaban más fácilmente porque nos pusieron teléfono en el barrio y no había que ir a buscar uno de monedas hasta la avenida. No teníamos dirección pero sí un número telefónico.

Después de ocho años el gobierno regularizó el barrio y nos dio créditos para pagar los terrenos. Eso sí, después de muchas comidas con diputados y achichincles, y de un montón de marchas de apoyo a cuanto político se les ocurría. Al poco tiempo un vecino empezó a levantar una gran casa. Alguien dijo que era narco. Luego construyeron otra y otra y otra, hasta que la calle se volvió irreconocible.

A finales del 2004 empecé a estudiar lejos del barrio y ya casi no veía a Pablo. Cuando lo encontraba nos daba gusto vernos. Platicábamos de todo, sobre todo de nuestra niñez, de cuando llovía y el granizo reventaba las láminas de cartón o de las ocasiones en que Armando, en medio del aguacero, salía encuerado con unas tijeras para cortar el cielo, mientras su abuela quemaba palmas y todo para que amainara el agua.

Pasó el tiempo y un día la policía hizo una redada en mi calle y sacaron un montón de cosas robadas y de droga. Al Chino, por ejemplo, lo dejamos de ver. Se fue para el otro lado porque sacaron a un tipo de su casa que según esto se encontraba secuestrado. Muchos de mis vecinos de entonces vendieron sus casas y al poco tiempo uno ya no conocía ni al de al lado.

El 6 de febrero de este año al llegar a la colonia como a las 11 de la noche vi un montón de patrullas estacionadas frente a la casa de Pablo. Una señora lloraba igual que el día de la quemazón. Otros más susurraban. Enseguida vi como subían a mi compa a una patrulla. Recuerdo que traía sus tenis de siempre y se veía sereno. “Seguro andaba metido en el robo de autopartes o le pegó a su mujer”, pensé, mientras caminaba rumbo a mi casa recordando aquella ocasión cuando corríamos juntos por las cubetas de agua mientras se quemaban nuestras casas y de cómo terminamos al final del día con los brazos adoloridos de tanto jicarear.

A la mañana siguiente fui a la tienda a comprar huevos para el desayuno y me enteré de que Pablo había violado y golpeado salvajemente a Andrea hasta sacarle un ojo. La amarró y con un tubo le rompió todos los huesos hasta que se quedó sin fuerzas. No escuchó los aullidos de la muchacha ni atendió sus súplicas. Es como si el diablo se hubiera apoderado de él.

__Yo por eso no entro a esa calle. Son unos pinches perros, me dijo la señora del abarrote al darme el cambio.
__¿Ya sabes lo que hizo Pablo?, me preguntó mi mamá al regresar a la casa.
__Sí, que no ves que esta es la mansión de los perros, le respondí.
En ese momento me di cuenta de quienes éramos.

Ahora Pablo está en el Reclusorio Oriente pagando lo que hizo aquella noche de febrero. Un día donde la noticia más relevante en el país fue que un comando de narcos ejecutó a siete personas en Acapulco y donde las primeras planas internacionales se las llevó el intento de asesinato de la astronauta gringa Lisa Marie Nowak contra su rival en amores. Lo que venía en los periódicos eran crímenes de altura. La historia de Pablo apenas quedó consignada en la nota roja de periódicos mexiquenses de escasa circulación.

Al poco tiempo de estar encerrado Pablo fue a parar a urgencias por las golpizas que le dieron en prisión. La gente platica que las pagó la mamá de Andrea. También cuentan que ha sido violado varias veces por encargo de la señora.

Doña Verónica no para de contar a todo mundo el horror que vive su hijo.
No creo que Pablo sepa lo que hizo. Marta, su mujer, me ha contado que cuando va a visitarlo se la pasa preguntándose qué le pasó, que lo llevó a cometer tal crimen. Todos paren olvidar que los hombres somos lo que nos enseñan, y que para Pablo la violencia siempre fue parte de su vida. Vivió como un perro, y como tal se pudrirá en la cárcel.


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* Cuento premiado con mención honorífica en la "Primera convocatoria de cuento corto bajo el tema la violencia cotidiana", realizada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, UNESCO. Octubre de 2007.

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